Las distintas formas de la actividad humana favorecieron la transformación del hombre de las cavernas
al científico y al técnico del siglo XXI, y también contribuyeron al desarrollo de su cerebro; sin embargo, ha representado
con frecuencia a riesgos importantes de accidentes y enfermedades ocasionados por los mismos materiales, herramientas, equipos, productos y subproductos con que trabaja.
Al principio, el hombre primitivo vio disminuida su capacidad productiva por los accidentes ocurridos durante las ocupaciones más importantes en su época,
tales como la caza, la pesca y la guerra, y posteriormente al hacerse minero, metalúrgico y artesano; adicionalmente a los accidentes se generaron las primeras enfermedades ocupacionales.

En algunas de las obras de Hipócrates
(460-377 a.C.) se pueden encontrar referencias sobre las primeras enfermedades y accidentes relacionados con la ocupación laboral.
Plinio, El Viejo (23-79), en los inicios de nuestra era, hace también menciones similares.
La primera referencia bien definida se encuentra, sin embargo, en la obra de George Bauer (1494-1555), mejor conocido como
George
Agrícola, a quien podemos calificar como el primer "ingeniero" metalúrgico autor del tratado "De re Metallica", obra en 12 libros publicada póstumamente al año siguiente de su muerte
(1556). En el libro VI se refiere a la ventilación de las minas, describiendo técnicas para construir tiros que la hicieran más eficiente. En esta obra se mencionan también las enfermedades que afectan a los mineros, aunque sin atribuirlas todavía a las causas que ahora aceptamos como válidas. Se menciona en forma pintoresca, que en los Cárpatos había encontrado "mujeres que eran viudas de siete maridos", frase que tal vez mejor que ninguna estadística expresa las escasas expectativas de vida de estos trabajadores.

Once años después y también en forma póstuma apareció la obra de Auroleus Phillipus Theostratus Bombastus von Hohenheim, mejor conocido como
Paracelso
(1493-1541), uno de los padres de la química y de las ciencias experimentales, publicada bajo el nombre "Von Der Bergsucht und Anderen Bergkrankheiten" (De los oficios y enfermedades de la montaña. 1567), que es la primera obra dedicada a las enfermedades laborales de los mineros y fundidores de metales. Paracelso las conoció de cerca, e incluso las padeció, ya que llevado por su interés en la experimentación directa, trabajó en las minas y fundiciones de su época. En su monografía hace referencia a la silicosis y, entre otras, a las intoxicaciones por plomo y mercurio.
El título de Padre de la salud ocupacional se suele reservar, sin embargo, al médico italiano
Bernardino Ramazzini
(1633-1714), profesor de medicina durante más de 18 años en la Universidad de Padua, quien realizó estudios bastante precisos sobre la epidemiología. Es probable que, como lo dice Donald Hunter en su tratado "The diseases of ocupation", si volviese a la vida constituiría para él una sorpresa el comprobar que su nombre es recordado no por sus libros sobre epidemiología sino por su obra bastante más modesta en volumen "De Morbis Artificum Diatriba" (De las enfermedades de los trabajadores), publicada en 1700, justo al terminar el siglo XVII y cuando su autor había cumplido ya los 67 años de edad. En ella se estudian y describen las enfermedades que afectan a los trabajadores de muchos de los oficios conocidos , haciendo sobre ellas observaciones precisas y todavía valederas en cierta forma. Sugiere además que cuando un médico visite el hogar de un trabajador, debe: "tomarse bastante tiempo para examinarlo y agregar, a las preguntas clásicas de Hipócrates, una más:
¿cuál es su
ocupación?".
Como dice el profesor Benjamín Farrington, pocas veces un hombre ha planteado con más precisión y menos aspavientos una innovación revolucionaria, que sobrepasa a las prácticas enseñadas durante más de 2000 años. Que ella es bastante valedera todavía, lo demuestra la siguiente conclusión del Seminario Regional de Silicosis, celebrado en la Paz, Bolivia, en julio de 1967, con asistencia de representantes de Bolivia, Chile y Perú: "La historia ocupacional constituye uno de los elementos fundamentales para el diagnóstico de las enfermedades ocupacionales".
El siglo XVIII, que presenció la muerte de Ramazzini, constituyó una época de profundos e importantes cambios tecnológicos, que dieron nacimiento a lo que Arnold Toynbee bautizó como la Revolución Industrial, en su obra publicada también después de su muerte, en 1884, y denominada precisamente "Conferencias sobre la Revolución Industrial en Inglaterra".

La patente otorgada a James Watt
en 1781 para una máquina de vapor de movimiento rotatorio y la invención en 1785 de un regulador automático de velocidad, usado hasta la fecha, permitieron al hombre por primera vez disponer de una fuente de energía controlable, barata y abundante, independizándolo de las que podríamos llamar naturales, como la energía cinética de las corrientes de agua y del viento, difíciles de controlar, así como de la energía del hombre y otros animales, de escaso rendimiento. El éxito de la nueva invención quedó demostrado al instalarse, sólo en Inglaterra y entre los años 1783 y 1800, unas 500 máquinas de vapor.
Esta nueva y valiosa herramienta tecnológica y económica significó una verdadera revolución económica, social y moral. Permitió el perfeccionamiento de numerosas máquinas, la organización de las primeras fábricas de tipo moderno, la destrucción de la sociedad artesanal predominante durante la Edad Media y la abolición de la esclavitud, institución ya inútil por antieconómica. El fenómeno prosigue hasta la época actual, a un ritmo cada vez más acelerado.
La organización de las primeras industrias representó una verdadera tragedia para las clases laborales y proletarias. En talleres oscuros y contaminados por el polvo, el humo, los gases y vapores producidos por los procesos de elaboración, se amontonaban hombres, mujeres y niños, en jornadas de 12 y más horas diarias. Los salarios alcanzaban apenas para adquirir los alimentos y ropas más indispensables. Grabados y relatos de la época muestran a mujeres arrastrándose por los túneles de las minas, uncidas como bestias de carga a los carros que acarreaban los minerales, y a niños de menos de 10 años desarrollando jornadas agotadoras. Los accidentes de trabajo y las enfermedades ocupacionales diezmaban a los grupos laborales, cuya expectativa de vida apenas sobrepasaba de los 30 años, pero el incipiente desarrollo económico y la falta de especialización los hacía fáciles de reemplazar. Los escritores sociales, sin embargo, comenzaron a describir estas condiciones, que actualmente parecen increíbles, las cuales contribuyeron lentamente a crear un sentimiento de indignación tanto entre los trabajadores como en las clases dirigentes y en toda la comunidad que, en conjunto, comenzó a exigir y a obtener poco a poco un cambio de estas condiciones, en una lucha que dejó numerosos mártires.
Sin embargo, no fueron tanto las consideraciones humanitarias como las económicas las que mejoraron la suerte de los trabajadores. El desarrollo tecnológico y las nuevas y cada vez más complejas industrias que éste significó, dieron origen a los obreros especializados, que son más difíciles de reemplazar.
Los empresarios comenzaron a darse cuenta de que un trabajador enfermo o accidentado podía significar una máquina o equipo detenido, con la consiguiente menor producción y disminución de las
ganancias. Surgió así el concepto de que mantener mejores condiciones ambientales dentro de las industrias y otros lugares de trabajo constituía un buen negocio, tanto el gobierno como las instituciones más serias. Las revoluciones sociales de los siglos XIX y XX por otra parte, provocaron el despertar de los trabajadores que comenzaron a exigir, cada vez con más energía, condiciones de trabajo más dignas y confortables, que no pusiesen en peligro su salud y su vida.
La Primera Guerra Mundial (1914-1918), con la introducción de numerosas sustancias químicas muy peligrosas así como la necesidad de construir y preparar los armamentos, el vestuario y los alimentos que precisaban un ejercito que comenzaba a mecanizarse, se dio una mayor importancia a las fuerzas laborales que, aunque alejadas de los frentes de batalla, podrían significar un aporte decisivo a la victoria o a la derrota. Comenzaron a desarrollarse los primeros intentos científicos de proteger a los trabajadores, analizando las enfermedades que los aquejaban, estudiando las condiciones ambientales y revisando la distribución y diseño de la maquinaria y equipo, con el objeto de prevenir y evitar los accidentes del trabajo y las incapacidades consiguientes. El desarrollo de este movimiento fue continuo en el lapso comprendido entre las dos guerras mundiales y adquirió su mayoría de edad durante el transcurso de la segunda, cuando pronto ambos bandos en lucha comprendieron que el triunfo sería de aquél que tuviese una mayor capacidad industrial.
El ejército de trabajadores, en el frente interno, alcanzó tanta o mayor importancia que el que luchaba en las líneas de batalla, y el triunfo fue decidido por el ingreso a favor de uno de los contendientes, de la mayor potencia industrial de ese entonces. Para ello, fue absolutamente indispensable mantener el mayor número de obreros junto a sus máquinas y herramientas, lo que se veía complicado por el ingreso a la fábrica de personal sin experiencia, ancianos, semiinválidos y menores de edad, además de la permanente introducción de nuevos materiales y herramientas, capaces de producir intoxicaciones y accidentes. La higiene y seguridad industrial se convirtieron definitivamente en un componente importante del proceso productivo, y así lo siguen entendiendo los países más desarrollados.
En la América Latina los movimientos sociales iniciados alrededor de la década de los 20's hicieron surgir los primeros intentos de protección de los trabajadores, aunque con anterioridad ya existían en diversos países algunas disposiciones al respecto, generalmente con poca base técnica. A partir de 1947, los programas de ayuda norteamericanos, basados en el conocido punto cuarto, enunciado por
(el entonces presidente de EE.UU.) Harry S. Truman, dieron a estas disciplinas un nuevo y vigoroso impulso. Desde su base en Lima, un grupo de expertos dirigidos por el Ingeniero John J.
Bloomfield, reorganizaron los servicios de salud ocupacional en Perú, Chile, Bolivia, Colombia, Venezuela, etc., y realizaron estudios en otros países. Se fundó el Instituto de Salud Ocupacional del Perú, al que correspondió una labor pionera en la formación de personal, mediante entrenamiento en servicio, que pudo dar una nueva vida a los programas de casi toda América. La organización del Instituto de Higiene del Trabajo y Contaminación Atmosférica de Chile, en julio de 1963, con el aporte económico del fondo especial de las Naciones Unidas y la asesoría técnica de la Organización Panamericana de la Salud, oficina regional para las Américas de la Organización Mundial de la Salud, contribuyó también eficazmente a ello, al inicial a partir de 1965 la impartición de cursos de postgrado regulares, intensivos y a tiempo completo, con una duración de 6 a 10 meses, dirigidos a Ingenieros, Médicos y Químicos de todo el continente.
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